14 de julio de 2011

POEMAS DE KEITH DOUGLAS






El difunto

Era un maldito, lo admito,
Y siempre ebrio hasta que se quedó sin plata.
Su pelo le colgaba por un lazo de
Una Corona Veneris. Sus ojos, mudos
Como prisioneros en sus cavernosas hendiduras, estaban
Fijos en actitudes de desesperación.
Ustedes que, Dios los bendiga, jamás han caído tanto,
Lo censuran y oran por él, que sí había caído;
Y con sus flaquezas lamentan los versos
Que el tipo hacía, acaso entre maldiciones,
Acaso en el colmo de la ruina moral,
Pero los escribía con sinceridad;
Y al parecer sentía un dolor acrisolado
Al cual la virtud de ustedes no puede llegar.
Respétenlo. Para ello
Poseía una virtud que ustedes no ven.












Simplifíquenme cuando haya muerto

Recuérdenme cuando haya muerto
Y simplifíquenme cuando haya muerto.
Como los procesos de la tierra
Despojan del color y de la piel;
Se llevarán el pelo castaño y los ojos azules
Y me dejarán más simple que en la hora del nacimiento,
Cuando sin pelos llegué aullando
Mientras la Luna aparecía en el frío firmamento.
Acaso de mi esqueleto,
Ya tan despojado, un docto dirá:
"Era de tal tipo y de tal inteligencia", y nada más.
Así, cuando en un año se derrumben
Recuerdos específicos, podrán
Deducir, del largo dolor que soporté
Las opiniones que sustentaba, quién fue mi enemigo
Y lo que dejé, hasta mi apariencia
Pero los incidentes no servirán de guía.
El telescopio invertido del tiempo mostrará
Un hombre diminuto dentro de diez años
Y por la distancia simplificado.
A través de ese lente observen si parezco
Sustancia o nada: merecedor
De renombre en el mundo o de un piadoso olvido,
Sin dejarse arrastrar por momentáneo enojo
O por el amor a una decisión,
Llegando sin prisa a una opinión.
Recuérdenme cuando haya muerto
Y simplifíquenme cuando haya muerto.







cómo matar

Bajo el arco de una pelota,
niño que se convierte en hombre,
escruté el aire largo tiempo.
La pelota cayó en mi mano
y cantó en el puño cerrado: Abre ábrelo
ten este obsequio hecho para matar.

Ahora en mi disco de cristal emerge
el soldado que debe perecer.
Sonríe, y se desplaza con modales
que su madre conoce, hábitos suyos.
Los radios tocan sus facciones: Grito
AHORA. La muerte, igual que un familiar,

oye y mira, ha hecho un hombre de polvo
de un hombre de carne. Esta alquimia
practico. Condenado como estoy, me distrae
ver difundirse el centro del amor
y las ondas de amor viajar hacia el vacío.
Qué sencillo es hacer un fantasma.

El mosquito ingrávido toca
su pequeña sombra en la piedra
y con qué semejante, qué infinita
ligereza, hombre y sombra se encuentran.
Se funden. Una sombra es un hombre
cuando el mosquito de la muerte se aproxima.

Túnez-El Cairo, 1943


traducción de Jordi Doce




Keith Douglas- Inglaterra


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Hay individuos que parecen hechos de otra pasta, y Keith Douglas (England 1920- Francia 1944) es sin duda una de ellos. Cuando murió a los veinticuatro años cerca de Bayeux, tres días después del desembarco de Normandía, ya había escrito los mejores poemas bélicos de su generación, además de un curioso libro, Alamein to Zem-Zem, en el que registró con dibujos y anotaciones volanderas sus experiencias de la campaña del norte de África, donde estuvo destacado cerca de dos años y medio. Antes incluso de partir al frente, sus poemas habían impresionado a Eliot y también a su tutor en Oxford, Edmund Blunden, y se había hecho notar por su personalidad algo anárquica y displicente (cuando no abiertamente desvergonzada, un poco al modo del famoso Stalky de Kipling) en las distintas escuelas y colegios (Christ’s Hospital, Merton College en Oxford) por donde había pasado.

A su muerte, la obra de Douglas cayó ligeramente en el olvido hasta que veinte años más tarde, en 1964, Ted Hughes la reivindicó con una célebre antología que no ha dejado de reeditarse desde entonces. Lo que Hughes venía a decir es que ningún otro poeta había examinado la guerra con el ojo analítico de Douglas en sus mejores páginas. La capacidad para entender y aceptar y describir con precisión la lógica de la guerra, su mezcla de piedad y realismo, el rigor de una palabra justa que sin embargo no reniega del vuelo metafórico y cierto humor amargo, son todos rasgos de los poemas africanos de Douglas, como este «Cómo matar» que, si no me equivoco, tradujo hace cosa de veinte años Javier Marías para la revista asturiana Reloj de arena.

Estamos lejos de la poesía desgarrada y hasta tremendista de un Wilfred Owen, quizá la gran figura entre los War Poets de la Primera Guerra Mundial. Como dice el poeta George McBeth, «su nota característica es un interés sofisticado y distante en la violencia y el horror de la guerra». El propio Douglas escribió en la introducción a su libro Alamein to Zem-Zem que había «vivido las batallas del desierto como un niño una función de circo». Pero Douglas no es un poeta frío: hay compasión en sus poemas, también por sí mismo, por lo que el conflicto ha hecho a su persona («Condenado como estoy»), pero no deja nunca que la compasión perturbe o difumine su lucidez, la perspicacia con que observa la extraña pero compacta lógica de la guerra. «Qué sencillo es hacer un fantasma», concluye, qué fácil es matar, hasta qué punto la sofisticada precisión de las armas modernas permite asesinar a distancia, con simple desapego. Ese desdoblamiento del civil en soldado, su coexistencia en un mismo cuerpo, un mismo tiempo y espacio, y la facilidad con que el yo va de uno a otro, es quizá el gran asunto de los poemas últimos de Douglas.











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