15 de octubre de 2011

LA AGONÍA SÚBITA


LA AGONÍA SÚBITA

Mi madre me trajo al mundo
a la sombra de un viejo algarrobo.
Una paloma entonaba una triste tonada cerca suyo
y mi padre creyó conveniente darle caza
para tener con qué alimentar a su
mujer que aún sangraba.
La agonía súbita de un ave que cantaba
coronó mi primer grito... y pobló mi pecho.
En el lugar en que nací
no habían hospitales ni ambulancias.
Había sólo
hombres y mujeres que por uno o dos centavos al día
trabajaban para los terratenientes.
Junto a ellos, niños cargadores, ajenos a las letras;
muchachas que de cuando en cuando eran
empreñadas contra su propia voluntad...
Mi madre, una mujer menuda
y huérfana de los campos de la sierra del Perú (mi país)
fue siempre lavandera, hiladora, tejedora, labradora
y cocinera...
Acosada ciertas veces en las casas de sus patrones,
decidió hacerse pastora de uno de éstos.
Junto a unas rocas desde las cuales vigilaba las ovejas
de una hacienda, una tarde un hombre la asaltó.
Sus dientes y sus uñas
no bastaron para rechazar a su súbito ladrón.
Luego de usarla, éste le dijo: "serrana sucia, tu virginidad
no fue tan rica como tus papas con salsa de albahaca y
guacatay". Meses después, no tan lejos del ganado
que pastaba, mi madre tuvo a su primera criatura.
“Para la agente como nosotros”, contó mamá,
“en la sierra, hijo, había sólo miseria y violencia.
Cuando conocí a tu papá, un hombre ya mayor, me escapé
con él a la costa. Te parí con gusto, hijo,
pero la fecha de tu nacimiento se convirtió, para mí,
en el canto de la paloma que tu papá, al pie del alagarrobo,
mató de un balazo, diz que pa’alimentarme...”
Casi al pie del viejo algarrobo al cual nací
había un arroyo cuyas aguas servían para regar
nuestra escasas sementeras. Mientras una partera
de apellido Centurión lavaba en sus aguas la sangre
que cubría mi cuerpo, mi madre comentó:
“Cuando sea hombre, quiero que mi muchacho mire
mucho más allá de las estrellas”.
Una mujer analfabeta, cuando yo iba creciendo
mi madre nunca cesaba de decirme: "De grande,
hijo, para que el Perú sea mejor, estudia y trabaja..."
Sus palabras eran firmes; su voz, dulce.
De sus labios, mis hermanos mayores escucharon
palabras análogas: "Si no estudian van a ser
como yo, ¡analfabetos y sin derechos!"
Mi madre y un medio hermano de papá, tío Patricio,
tuvieron una idea: juntar sus manos a las manos
de los niños de mi pueblo y construir,
adobe a adobe, nuestra propia escuela...
¡Pésima fue nuestra suerte con nuestra primera maestra!.
Delicada mujer de fino cuello, provenía de un mundo extraño
al nuestro e ignoraba, por ejemplo, que el camote daba
sus frutos dentro de la tierra. Creía, además, que los limones
ácidos nacían maduros, raíz adentro de sus árboles. Aún así,
dudaba de nuestra capacidad de aprendizaje. Con frecuencia,
se santiguaba y nos mandaba rezar para que Dios,
alguna vez, sostenía,
nos conceda los hospitales “y otros bienes inherentes a
la civilización”.
“Padre nuestro que estás en los cielos”, suplicaba,
“sálvanos de la miseria
como cada día salvas a este gente de sus burdas tentaciones".
Mi primera maestra de escuela
separaba nuestro mundo entre uno de arriba y uno de abajo.
Colocaba arriba un celeste paraíso y, abajo, a una infernal
tierra. Sostenía, satisfecha, que en la tierra
civilizados eran sólo los que rezaban. “Las personas
civilizadas, niños”, predicaba, “son las personas
que han nacido para mandar. ¡El que no reza
es un bárbaro y ha nacido para obedecer!”
En mi pueblo, la gente era de acción y desconocíamos
las súplicas.
“Nuestra primera escuela”, pensábamos, “fue producto
de nuestro trabajo y no de rezos ni de súplica alguna”.
Gente sencilla la nuestra,
carecíamos y seguimos careciendo, menos mal, de iglesia.
¡Nunca aceptamos se nos mande arrodillarnos!.
Rechazábamos, y seguimos rechazando, de que habíamos
nacido sólo para obedecer!“.
A la prédica de mi primera maestra,
lo confesábamos,
preferíamos el canto de los pájaros.
¡Algunos de mis colegas y yo, niños descalzos y de
cierta fantasía, empezamos a soñar
con la desaparición de lo de arriba y lo de abajo.
“ De repente Dios”, pensábamos, “bondadoso en el
paraíso, con sus pies sobre la tierra comprenda
que es urgente y necesario trabajar para que,
algún día,
nuestras hembras dejarán de parir sus hijos a la sombra
de viejos algarrobos” …




Melacio Castro- Perú




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Melacio Castro nació en Caín (PERÚ), una aldea del caldeado norte trujillano, pero reside en Alemania ya varias décadas, por lo que no sé si es más peruano que alemán o bicerveza, o sea, viceversa pero con harta cerveza. Se inicia en el difícil mundo de la literatura con su obra titulada: De sones y de proles o poemas de las cosas sencillas (Chepén, 1988), cuyo título original, «La agonía súbita» se lo robó el duendecillo de la imprenta. Se trata de treintaitantos poemas que nos remontan en una apasionada odisea por los secretos vericuetos de la infancia, por las fantásticas quimeras estancadas en la memoria, por la nostálgica evocación de nuestros seres queridos, por la enigmática emoción del presente y del futuro. Su estilo simple pero preñado por la profunda intensidad de la sabiduría popular y su lenguaje espontáneo despojado de pomposa retórica alcanzan un ritmo de admirable cadencia sin detenerse, a veces, ante ninguna clase de parámetros ni métricas; más bien, la contextura de sus versos fluye fresca como el agua de los ríos, libre y rumorosa como los vientos. Estas características también son notorias en su libro La montaña errante (inédito como los que siguen), que relaciona algunos pasajes de la historia peruana con algunas costumbres y creencias campesinas, así como también en su poemario Los campos de mi tierra, que describe la vida en los campos y paisajes del norte del Perú y de Alemania.







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