28 de enero de 2012

LA SOGA DEL AHORCADO

Perro de Pompeya.







La soga del ahorcado




'Paré de leer, cerré las luces, cogí las llaves y agarré/
la cuerda de mi perro muerto y fui a la calle.'




Cuando uno está muerto
ya uno no siente angustia.
Uno se pasea con un vestido negro;
de perfil uno camina delante del espejo.
Rápidamente uno pasa.
Y uno no es yo, es uno.
¿Cuándo morí? El martes, muy temprano.
Recuerdo que leía un escrito: "El amor a los muertos".
Paré de leer, cerré las luces, cogí las llaves y agarré
la cuerda de mi perro muerto y fui a la calle.
Fui a ver al perro, un perro viejo, acabado,
de orejas largas y ojos cansados.
Hacía dos días estaba inmóvil, dentro
del portal de una casa que no era su casa.
No comía. Arrastraba una soga quemada
que llevaba al cuello. La arrastraba despacio con
sus patas zambas, su cara vieja, serena.
Actuaba como si cuidara su casa y yo fuera una extraña.
Si no fuera porque yo soy una y él es lo que es
pensaría que sí, tiene razón. Pero no, no es ningún
perro de casa y además se está muriendo.
Está viviendo de ilusiones. No come, no duerme
y arrastra la soga del ahorcado.
La cerca de ese jardín desierto está abierta.
Pudiera salir de ese jardín prestado, marcharse,
quizás hasta salvarse. Tarde o temprano
lo echarán a patadas, pero no, me amenaza.
La puerta está abierta, David, Davito.
Fui con la idea de llevarlo conmigo,
con la ayuda de la cuerda de mi perro
muerto pero comenzó a ladrarme.


Si no fuera porque arrastra la soga del ahorcado
y la sarna salta entre sus orejas creería que es el perro
dueño de la casa y yo el ladrón de sus sueños.
Fue entonces que me entró el dolor en el pecho.
Serenidad la de él, ansiedad la mía.
Yo sé, y él no, la alternativa del que arrastra la soga.
Inquietante, oscura, melancólica.
Aun si tratara meticulosamente y sin escatimar,
el acto de ahorcarme no puedo aprehenderlo.
No hay posibilidad de ser exacto y no siendo así
la mente es asaltada por caracteres y jueguitos
introspecciones y paraguas que hacen imposible
una muerte sencilla, rápida e impertinente.
Desabrida, salada muerte.
Mirando la soga del ahorcado en el cuello de un perro
me lleva a revisar esas instrucciones que grabé.
Posibles entierros, formas de vestir a la muerta,
chicharritas y cosas graves, pañuelos y Alka Seltzer.
Me duele el pecho, David, Davito.
Si, hoy la muerte llegó y al igual que en el caso del perro
no sé si es verdad o si vivo como él de ilusiones.
En pasados momentos de angustia
sugerí ideas a mis imaginarios amigos.
Ojalá que siguieran el entierro judío.
Desnuda y atrapada en una sábana blanca.
Sin maquillaje y con una moneda en la boca:
Con los ojos llenos de tierra. Sin zapatos.
Con una moneda se paga el pasaje de ida
a la ciudad del olvido. Un gondolero, no,
o, sí, Davito vestido de gondolero.
Dicen sueños que en la ciudad al judío se le hace
rezar el vía crucis en caso que la moneda no sea una lira.
Pónganme dos monedas: una hebrea en la boca
y una lira en la palma de la mano derecha
reposando en el pecho.
Sí, tengo la cara de entierro.
Tengo ojos, los veo cuando paso delante de los espejos.
Hay un movimiento rápido, una sombra que pasa.
No es como antes, las cosas han cambiado.
La ausencia es presente y ausencia es un traje definitivo.
Límpida en su absoluta nada.
Es como un velo de éter o un lago de vidrios.
Aun cuando quisiera decir me he ido de este mundo,
la ausencia está en la lengua.
Es como ser agua o aire o viceversa.
Pero veo desde la muerte. Y oigo.
Sonidos lejanos. Sonidos que no recuerdan
lo que conocimos por sonidos.
Lo asombroso de la extraña percepción
es que no hay vibraciones sino reflejos
de las inflexiones de voces fragmentadas. Apagadas.
La distancia entre tú y ellos y yo, y yo y ellos
es la misma entre tú y ellos pero hay ondas en
el espacio que puedo sentir, evocan el movimiento.
Hace diez años fui a visitar a una mujer famosa
por leer las palmas de las manos. Me dijo
y ocurrieron sus dichos. Un día solemne, me dijo
que a los 38 años, veía un accidente,
una enfermedad, un evento.
Ahí en la palma de la mano, en la línea
de la vida estaba la separación. No dijo
que era la muerte. Dijo que era una separación.
Tres meses más tarde la llamé, me dijo que fuera;
cuando toqué el timbre no abrió.
Pensé, no quiere abrir la puerta.
La llamé por teléfono, desde la esquina,
quería yo cambiar el curso del destino
como si fuera posible juntar la cuerda rota del perro
con sarna con la cuerda de mi perro muerto.
Hoy, un día antes de mi cumpleaños,
estoy muerta,
ausente, separada.








Magali Alabau- Cuba



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