13 de enero de 2012

LOS PUENTES ROTOS de Raúl Tápanes López






Los puentes rotos


En verdad toda lengua fuera escasa
Dante, La Divina Comedia, Canto XVIII
Infierno


Es difícil para un muerto escribir desde los dolores de su nacimiento. Cuesta demasiado hallar la palabra exacta para describir la oquedad del vientre y el grito desesperado que busca la luz. No siempre se encuentra la poesía en el equipaje perdido de los soldados.


Participé en la guerra civil de Angola como parte de los 60 mil cubanos que combatieron allí a lo largo de trece años. Más allá de políticas o decisiones personales quedan las huellas imborrables del recuerdo oscuro, del dolor sordo y del amanecer que se añora.


Nadie quiere evocar espantos, aunque parezca tema de actualidad. Pero yo no puedo desterrar el temor de mi recelo vigilante detrás de las puertas y las frases. Quizás ahora nuevamente desamparado y perdido, intento el camino de regreso al pedazo de vientre que aún me duele en Angola, Somalia, Kosovo o Iraq.


El autor










Lobito, puerto negrero


Tras la ventana de los años contemplo el paisaje invariable
del puerto,
allá los barcos atrapados en la guerra
y las detonaciones submarinas de protección,
allá los vendedores de miseria en las esquinas:
trozos de caña, puñaditos de carbón y sexo hediondo;
abajo el barrio de los pobres,
barro sin ventanas
y mujeres bajando de los cerros
con insospechadas cargas
en equilibrio permanente sobre sus cabezas,
caderas silenciosas como las caravanas negreras bajando
de la altiplanicie,
sin noticias de Baroja ni de novelistas de altura
(los escasos blancos pasan fugaces y escamoteados
en el fondo de sus autos cerca
de las aguas oscuras del Atlántico sur
que apestan
y rebotan contra los acantilados).


La Habana, junio de 1996










Puerto de Cárdenas, enero de 1976/ Despedida


Reflectores iluminando las calles, puños alzados
de muchedumbre,
rostros que dan vivas y gritan patria o muerte.
Todos saludan, aplauden
y me estremezco, dios mío sabe esta gente a dónde vamos?
Y odio la respuesta
y los espejos.








Ataque aéreo


Era el sitio una arena espesa seca
Dante Alighieri


Pies de fango y vientres hinchados jugaban los niños
en los arenales. Altos y raudos
pasaron los buitres cambiándolo todo: sólo carroña
dejaron abajo.






Caconda, sur de Angola, febrero de 1976


Colgados de las escotillas como racimos de los atardeceres
van entrando los cubanos en las sanzalas
y los hombres se esconden y los niños lloran atados
al sudor y al polvo de las espaldas de sus madres.
Las jóvenes con las falditas cortas de sus años
sonríen maliciosas con los blancos dientes de los negros
mostrando los senos turgentes de anchos pezones
ante los ojos azorados y hambrientos de los guajiros,
sólidas montañas del Africa negra.






Caconda, febrero de 1976


Carreteras de mediodía por llanuras del sur de Africa
que entraysale de pueblitos, lástima y casitas blancas.
Fierros de guerra, moles de acero los blindados
pasean sus veredictos inapelables, vida o muerte
sobre el asfalto que divide campos cultivados
de odios como bonsais,
sobre puentes dividiendo ríos reales donde lo irreal
se enseñorea de desiertos y sabanas.
Lejos, en los intrincados caminos sin pavimentar
las mujeres lloran desesperadas al borde
de las aldeas y en veloces
carreteras de un solo sentido se marchan los hombres
todos.






1


Metida en los arenales y el bosque
fluye la historia desbrozada en partículas,
fragmentos diminutos y estertores ahogados;
perdida la identidad el todo es una masa amorfa
y desnaturalizada que rebulle y mata intentando
la supervivencia.






Lubango, febrero de 1976


La ciudad arde, la ciudad es un espanto y los dioses de la guerra
recorren sus calles saqueando. Patadas
a las puertas y gritos y tiros al aire
ante las impasibles casas, bajo la noche
iluminada de bengalas y balas trazadoras,
entrando
los pobres dioses en los universos ajenos
de muebles destrozados y gavetas vaciadas
en la precipitada huída que acompaña las revoluciones
y suciedad y papeles y ropas íntimas en los pisos
y cartas de ella, una mujer que dice a un hombre
cualquiera
en otro lado: Por qué no has venido a buscarme?
Dónde estás, amor?
Y la veo sentada ante la mesa
escribiendo cartas que nunca llegaron
porque nunca partieron o
autocontemplando su rostro cansado
en el espejo, sin verme.






Ruacaná, marzo de 1976/ 
Fotografía en que aparece un soldado sudafricano


Una mujer blanca sonríe en la foto.
Otra fotografía de grupo en que aparecemos
(tú, yo)
junto a la mujer, los niños y amigos
(mis hijos, los tuyos)
y una dedicatoria en afrikanier
(tan desconocida lengua que ni estoy seguro de cómo
se escribe en español)
un lugar, una fecha: Capetown, 16.1.75,
cartas que no puedo leer, documentos
que abandonaste en la retirada o
(perdiste, extraviamos)
en algún rincón inhóspito que ha resultado ser
casa humillada y ajena
(fuiste tú, fui yo):
podríamos ser los dos y ninguno y tantos
en esta ciudad saqueada en cualquier lugar de cualquier época;
y ahora lloramos ante la foto de los hijos
o sufrimos por haberlos perdido
cuando es tarde porque nos separan odios,
porque buscamos la muerte del otro
sin haber visto nunca la foto de Ciudad del Cabo en La Habana
(o viceversa)
con nuestra mujer, nuestros hijos, nuestros amigos.






2


Nos hablan, nos cuentan, dicen,
señalan. Quieren pensar por nosotros
y nos llevan de las manos. Y en fin no sabemos
y queremos decir pero nos lo dicen
y andar pero nos llevan.
Nos acostumbramos entonces a fabular
tender los brazos,
estarnos quietos,
tranquilos.








Tchamutete, marzo de 1976/ 
Variante de aplicación del lanzacohetes
antitanque RPG-7B


Alguien descubrió,
simple matemática de Emc2,
que alineando siete hombres ante un paredón
se eliminarían todos de un solo cohetazo.


Aunque el lustroso RPG-7B no fue hecho exactamente para eso
cumplió su cometido
con el único inconveniente del hedor
que tantos días después
-al ocupar nosotros el lugar-
aún emanaba de los pequeños trocitos de tejido humano
adheridos a los fragmentos de piedra.








Tchamutete, abril de 1976/ Mochila


Los objetos se redimensionan y adquieren
significados que revelan su esencia desplazada, fina,
oculta por la cotidianidad y el vértigo.


Son esas piezas disímiles, diminutas,
silencio que nos grita y duele en el vahído
que retoma el camino
hacia el vientre materno adolorido, eviscerado,
que arrastramos a la espalda.






3


Esta mata, esta selva no es verdad
como no lo son los pájaros rojinegros
ni el árbol de cincuenta metros, sólo
un accidente, un espejismo creado
para serpientes venenosas, escorpiones o hienas
que se alimentan de cadáveres:
no puede haber ríos como mares
ni lluvia infinita,
tampoco esa distancia atroz
de veinte días de océano y siete de carreteras,
ni esa piedra en equilibrio imposible pendiendo
sobre nuestras cabezas.






Masangano


Las hienas se reían cada noche
de nuestras penurias y escarbaban luego
en los huesos de los muertos.


Por eso enterramos los sueños
bajo los arbustos de espinas.


Masangano: Cementerio, en dialecto del sur de Angola. En la región se acostumbra sembrar arbustos espinosos sobre las sepulturas para evitar que las hienas desentierren los cadáveres.






4


Toda la eternidad
tan desproporcionada y extraña a la convicción
en un instante, un disparo a siluetas
que flotarán después en el desequilibrio,
los trastornos,
la psiquis.
Todo el fugaz instante que deja huellas
materiales en los cuerpos fugazmente heridos
o muertos o no las deja
y es eterno.






5


Y cuando todo se pierde y hunde
y cuando solo queda el entrenamiento y el ritual
los recuerdos muerden, muerden
como fieras que aúllan, se lamentan
y gritan enjauladas.






6


Todos los puentes volados y cada uno
aislado, amurallado en su mínima fortaleza, castillo
repleto de fantasmas sin puentes levadizos que bajar;
la guerra se ensañó en ellos, no quedan puentes.






7


En este país dividido en país de día
y país de noche, donde las sábanas te apuñalan
y el sexo es un revólver,
todo es dolor, llaga, herida purulenta
que drena interior, inacabable y callada,
pie dentro de la bota,
espina en la piel,
correaje en los hombros, tierra extraña
por tanta distancia rota y desgarrada.








Caiundo, provincia de Cuando-Cubango, 
agosto de 1976


I. La destrucción


Al final de las explosiones y los estallidos
se dispersó el humo y el miedo
y el polvo descendió de nuevo sobre la tierra
dejando ver el paisaje destrozado
por los morteros.


II. El inventario


El pequeño príncipe hizo inventario de su mundo
compartido:
- decenas de árboles arrancados de cuajo
- un lanzagranadas apoyado a un árbol intacto
- un cargador de fusil vacío
- un abrigo agujereado
- una bota ensangrentada
- muchos embudos recién abiertos en la tierra
- tres hombres tendidos al borde de un cráter:
uno muerto, uno malherido y otro vacío.
- Y un planeta lejos. Nada más.


III. La sonrisa


El herido yace en la cama del camión rodeado por reclutas que se acercan para saber cómo es un enemigo, por respeto o por miedo. Sobre las sucias tablas se mezclan la sangre del vivo y del muerto formando negros coágulos. Las moscas y los abejorros zumban sordamente mientras sobrevuelan los fluidos y el rancio olor a animal acorralado. Los cuerpos de negros y blancos, vivos y muertos, apestan bajo el sol. El herido tiene las piernas destrozadas y esquirlas en el pecho. El sanitario lava los desgarrones con agua de las cantimploras; ladea un poco al negro, le examina la espalda: es un colador con decenas de pequeños huecos abiertos por los fragmentos de metralla que salieron por el pecho, huecos diabólicamente similares, rigurosamente redondos y limpios. Y el negro sonríe, increíblemente sonríe, como agradeciendo las atenciones o burlándose de la compasión ajena, sonríe. Y al sanitario le tiemblan incontrolables las manos al pensar horrorizado cómo ese negro casi muerto aún vive y sonríe... y tiene los dientes tan blancos entre tanta sangre y tanta miseria.






8


De tanto desconfiar
ya no necesitamos nada, ya no desesperamos
del sol o la lluvia, andamos
en la neblina esperando desganadamente
no llegar a ninguna parte, sabedores
que no hay nada al final
del trote o del paso cansino
sino sólo eso, sólo nada en tanto ignoramos
si aún alguien desespera por nosotros,
resignadamente.






Cuangar, agosto de 1976


Y los disparos todos en la diana plena
de mi sangre.
Juan Delgado López


El blindado venía a toda velocidad por la carretera bloqueada.
Desde las trincheras empezaron a disparar...


Pájaros de plomo -opacos, feos pájaros- surcaban los aires
hendiendo metales y maderas y carnes
y el último pájaro, agazapado en el vientre del monstruo
estalló! El animal herido saltó y cayó de costado
y el humo brotaba de todos sus orificios hasta...
que se hizo la calma.


Arrastrando el miedo
sobre los vientres llegaron hasta la escotilla que separaba
la luna del horror, la tranquilidad del espanto creciente: allí
en el fondo
metralla, cuerpos, trozos, ropas, sangre
de hombres quizás enemigos
pero de mujeres también
y de niños! Niños...


Dios mío, dime si no has llegado allí todavía...






9


No hay planes ni esperanza de salvación, tampoco
sorpresas ni cosa alguna por venir, sencillamente
todo está en juego,
desnuda la ilusión y el duelo sobre la mesa,
igual indiferencia para la muerte
o el llanto de un niño. Ya no habrá escapatoria
ni salvación para nadie. No se podrá huir de la trampa
aunque se implore a Buda. No la tendrán
los que obedecieron ni los rebeldes, tampoco
los hipócritas o los amnésicos
que se muerden las uñas. O los que ignoran
qué cosa es una guerra. Ni siquiera
los que destrozan versos:
si acaso los muertos.






Calhira, agosto de 1976/ Prisionero


Comía la carne con los dedos y miraba con rabia.
Era un animal enjaulado y herido en la razón.
Cuando lo soltaron no quería irse
(merodeaba la cárcel sin creérselo).
De repente se alejó corriendo.


Desapareció en el bosque.








Calai, agosto de 1976/ Kwacha Africa


Es fuerte y ancho el río Cubango y cabe todo en él:
las noches profundas del continente,
el cacimbo de los atardeceres
y el torrente que lustra
la negra piel brillando al sol
con sus pezones enhiestos y que se escurre
por entremuslos sólidos que arrastran deseos
como bestias.
Suelas propias y ajenas chapotean en el fango de los meandros
la virginidad perdida del paisaje
y las madres se lanzan a sus aguas
con harapos y bártulos e hijos a la espalda,
a escapar de los invasores y las botas extrañas,
los truenos, los gritos y las máquinas,
para hundirse en la huída:
flotan en el amanecer de Africa
los cadáveres negroazulosos, hinchados y pútridos,
con el rictus de la muerte y sus carnes impúdicas,
en las riberas espantadas del Cubango:
los senos juveniles, los viejos escuálidos y los niños ahogados
junto a sus madres muertas, en estrecho abrazo.


Kwacha Africa: Amanecer de Africa






10


Acá es alzarse cada día sobre la tierra dura
cuidadosamente con el pie derecho,
acá es la bota que destroza los dedos sucios,
el olor a miedo de la camisa sudada
y la empuñadura del AKM pulida
con café aguado y latas de conservas,
esperando
cada vez la sorpresa,
la emboscada de la vida,
la bala con tu fecha.


Quizás vean más los estrategas abocados
a sus mapas y grandes movimientos de tropas,
acá estamos los números:
yo no soy Miguel Hernández.






11


Aquí el tiempo no pasa ni transcurre, sólo
permanece el vacío como un aturdimiento
que envuelve y deja exhaustos días
y noches pariendo horas y minutos;
aquí los cartománticos no intentan
adivinar este hueco hondo e inmóvil
en que se arrastran animales con hábitos tontos como
mirar relojes
que no marcan nada.








Huambo, enero de 1977


Fue su vida una bala disparada que intentó darse vuelta.
El eco de una detonación fallida.
Un recuerdo lacerante.


Tanta gente que mira y no se ve, arrastrada
y ciega, resignada a la trama y a no ser nunca,
boqueante como peces a la orilla de todo,
confundiendo azorados la vida
que los aplasta.








Fiebre palúdica


Escalofrío que recorre huesos, dolor incierto
que brota de adentro, frío sin madre
que parece ventana a la muerte,
deslizamiento sin fin al borde del abismo que
nos llevará hasta las estrellas y esa
sensación de tristeza del que ha tragado de golpe
sus años y la tierra toda.


Hospital de Huambo, enero de 1977


Nâo me exijas glórias
que sou eu o soldado desconhecido
da Humanidade
As honras cabem aos generais
Agostinho Neto






Al final la lluvia, el agua


Nada dicen (Goya).


Nadie quiere recordar.
Nadie en el sitio preciso del recuerdo.
R.D.C.


Lo peor de soportar es la lluvia. Un aguacero a cubos, sólido, cayendo desde lo más alto sin previo aviso durante horas y más horas y días enteros. Inerme otra vez en medio de la (ilegible), habitualmente húmeda, veía desesperado como bajaban aquellos ríos, caudales de agua sin que las capas de lona lograran detenerla: la ropa interior rezumaba agua, las botas eran charcos de agua, el agua lo penetraba, lo mojaba, lo inundaba todo. Y tampoco se podía entonces encender fuego o calentar comida: no había nada seco, todo destilaba agua. Se me apoderaba una frialdad venida de lo más hondo, que partía los huesos y cortaba el aliento cuando del sol a plomo y el calor sofocante del mediodía, caía la noche envuelta en lluvia y seguía lloviendo hasta el amanecer. Había que tener las releídas cartas, las fotos, cualquier íntimo recuerdo, envueltos en nylon, usar el casco de acero que se enfriaba como un iceberg en la cabeza y llenar de huecos, a punta de bayoneta, la hamaca para no tenderse sobre el agua embolsada. Luego vendría la inevitable, casi lógica enfermedad, con fiebres y temblores que desgarraban cada músculo; pero entonces ya no era sólo la lluvia.


Veinte años después aún escribo cosas como ésta cuando llueve, y si refrescan mucho las madrugadas por la lluvia, debo abrazarme a un cálido cuerpo de mujer cuando llegan los escalofríos. Es bueno saber que una piel, el calor, la ternura, pueden espantar la lluvia y el frío. Aprendí eso, pero también que el tiempo pasará como la lluvia o la enfermedad, convirtiéndose en recuerdos vagos. Y vendrá la muerte, o más exactamente, el tránsito a la muerte. Estaré de nuevo solo, invadido de frío, humedades, temores, y no podré encontrar el cuerpo anhelado -faltará ella, faltaré yo- y hasta los recuerdos se habrán diluido en el bosque oscuro. El hospital quizás, la sucia sábana o el suelo, serán duros e implacables como los aguaceros. Entonces, entre tantas otras cosas, el agua, la lluvia, no dejará de estar allí, donde yo estuve, donde hoy está.


1996






Raúl Tápanes López- Cuba






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Raúl Tápanes López
(Matanzas, Cuba, 1953)
Ha publicado los poemarios De la desesperanza y otros poemas (México, 1999) y Reiteraciones o peregrino al borde de la tierra (Autoedición del autor, Valparaíso, 2007). Es autor, en colaboración con I.S. Merlin, de Antología de la Poesía Cósmica de Matanzas (Frente de Afirmación Hispanista, México, 2003). Como promotor de arte ha curado y organizado las muestras De La Habana a Buenos Aires: cuatro pintores, una visión cósmica (2003) y Proyecto itinerante de pintores cubanos y chilenos (2007-2008), en galerías de La Habana, Buenos Aires, Miami y Santiago de Chile. Desde 2000 edita de manera artesanal la revista independiente de poesía Arique. Reside temporalmente en EE.UU










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