4 de mayo de 2012







LLANTO FILISTEO


Las arenas de la Franja de Gaza oscurecen con su enjambre en vuelo,
el desierto intoxicado por las bombas del rapaz discípulo del Sanedrín.
Bloques meteóricos de concreto laceran el transitar apresurado del viento,
el que, enfadado, gime su congoja de agonía ante la fatal destrucción.


El nauseabundo olor del fósforo y la pólvora, duele más al hacer contacto
con la vida y con la sangre en los cuerpos de los hijos amados de la madre
herida Palestina.
De la endeble y quebradiza paz firmada,
sólo queda el arrebolado y magro humo convertido en rencor y pena
deambulante que atraviesa sutil, pero incisivo,
la conciencia de los sobrevivientes.


La rabia y la frustración imperiosas, adoloridas por los lamentables
sucesos, elevan plegarias a un dios sordo,  ciego y mudo que no atiende
a las súplicas de los afectados,
supuestos hijos suyos, mientras  permite que la otra parte
de sus igualmente descendientes,
aniquile sin piedad y con prepotencia a los habitantes del mismo desierto.


La esencia universal de vida se derrama, sangre de los caídos trasmutada
en flor; rociada por el caudal del mítico río Jordán, surge
de las entrañas mismas del siríaco desierto,
para externar su lastimera queja a la estrella y a la media luna,
protectoras eternas de la herencia arábiga.


Los montes Líbano aguardan a la expectativa, y el Mar Muerto,
ha vuelto a fenecer de pena ante la continua masacre que los coterráneos
del Mossad han desencadenado en su infausto y demencial fanatismo:
pretenden eliminar a los dueños legítimos del bastión palestino,
auténticos y certificados habitantes del lugar,
usurpado de ruin manera por los ejércitos en diáspora de la Torah hebráica,
serpiente agresora siempre al acecho.
Mientras tanto, la arenosa guedeja de la madre Palestina
es acicalada con devoción por el sofocado Siroco peninsular del Sinaí
en su intento de consuelo.


La noche, no trae más que inquietud, ya no se duerme con placidez;
el antiguo país de los filisteos vigila atento a que la serpiente
del sionismo no desenrolle su letal y sigiloso cuerpo,
mientras el resto del planeta, no encuentra cómo dilapidar
su aburrido tiempo.
Los países primer mundistas dentro de su plutocracia,
disfrutan de  un neoliberalismo acomodaticio hecho exprofeso
para incrementar su imperio.
Los del tercer mundo se debaten entre la miseria y la apatía,
porque el no comer bien te resta fuerza para librar las batallas.


Y entonces, ¿quién reducirá las inclemencias de la otra parte
del globo terráqueo;
de los que no comen, no duermen por el temor que acarrea la muerte,
tampoco trabajan porque el sustento ha sido bombardeado
por los que una vez se quejaron de haber sido masacrados,
y hoy, pagan con la misma ley del talión?
¡Qué pronto lo han olvidado!


¿Qué será de los niños llamados Hussein, Mohamed, o Fátima,
que la lujuria de la guerra los ha dejado sin padre o sin madre,
sin abuelo y sin tío, sin el brazo o la mano con que jugaban
en las piedras de su natal desierto?
Su ojo izquierdo, dice Abdulá,  tiene sólo un pedazo de trapo
en la cuenca vacía, ya no puede ir a la escuela, también fue destruida
por el odio hecho bomba.
Otros tantos hijos pequeños de esta parte arenosa de la tierra
que no volverán a correr más, les falta una pierna, han perdido la sonrisa
y la inocencia que acarrea la crueldad de la beligerancia.


“La paz, a veces necesita de la sangre de los inocentes para reclamar
u sitio”, sentencia que da pena haberla pensado y escrito alguna vez;
pena ajena por la realidad que representa y la impotencia de una solución
que no comparta nexos con la utopía flemática de los tratados primer
mundistas de una paz efímera y acondicionada a sus propios intereses.


¿Y los poetas, ésos locos de amor y de palabras que vierten versos sobre
sus cuadernos cantando a la vida, al dolor y a la tristeza,
qué hacen por las amarguras del planeta?


Neruda, llenó el Winnipeg con riqueza humana y le salvó la vida.
La Mistral, acurrucó a los niños de  la América morena
y los hizo suyos dentro de su regazo.
Jaime Sabines, abrió las puertas del país de la serpiente emplumada
con su poder evocador para saciar la sed de los poetas jóvenes.
Hoy me toca a mí, poeta, cantarle al dolor, denunciar la prepotencia
que el hombre en su delirio de falsa grandeza, pisotea el mínimo
derecho de vivir la vida de los que no pueden tan siquiera decir
no me maten, tengo seis hijos, ¿quién los alimentará si muero?
No me asesinen, soy apenas un niño de cinco años y el delito de mi vida
es jugar en la arena.
No me quiten la vida ahora que estoy viejo; en mi juventud fui médico
y salvé muchas vidas, incluso cuando fui a la guerra, atendí por igual
 a enemigos como a soldados de mi ejército,
¿acaso no merezco vivir?


No dispares, hermano, yo también quiero vivir la vida como tú,
aunque no tenga fusil y bayoneta para quitarte la tuya;
yo también soy habitante de este esplendoroso desierto, hecho para todos;
permíteme enjugar, al menos, mi amargo llanto filisteo.






José Santana Prado- México







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