Uno de los periodistas es holandés y
habla un inglés mediocre. Es joven y como explicó, pertenece a una publicación
modesta. No aspira al Pulitzer aún.
Los periodistas de las grandes ligas
ya no vienen a Somalia. Por ahí aparece algún descolgado de la BBC, porque a
los británicos les gustan los documentales que después hacen circular por
Discovery, pero lo común es encontrar gente que no le importa a nadie si
también – como los refugiados – se pierde en la sabana.
Acá se desaparece. Sencillamente, se
desaparece. Y así te colecciona tu país: por desaparecido.
El otro periodista no sabemos de qué
nacionalidad es. El holandés tampoco sabe, porque ni el que lo trajo ni
nosotros, hemos conseguido que diga una palabra. Está ahí, sentado como un buda
deforme, con la vista fija en algún punto que solamente él ve. Shockeado,
inamovible, desconectado del resto de la vida.
Parece que el holandés se hubiera
traído una escultura y la hubiera descartado en ese rincón donde la escultura
sigue, patinada de moscas y observada por los ojos de los niños, que se
detienen delante de su formato inmóvil, como no comprendiendo si está vivo o en
realidad, el holandés se trajo un cuerpo fósil.
Hay que obligarlo a beber, pero no
come.
Le untamos la pasta de alimento en
los labios pero él no se relame.
No lo culpo. La comida es una cosa
cuanto menos extraña en sabor y en consistencia, aquí.
Hay una niña que llegó sola,
persiguiendo a una familia de su aldea. Ella se sienta con él y le canta.
Todo el día le canta.
Todo el día le canta.
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