16 de febrero de 2015

Canto profético al primer mundo



Canto profético al primer mundo.


I

Sobre toda porfía el hombre aviva su sagrada soberbia porque quiere volver al principio del mundo. Su cuerpo real toma los destellos del bronce y es arrastrado al sueño para así no ceder: Veámosle venir, su ceniza cubramos con la nuestra.
Su himno oigamos con júbilo y su entrada feérica nos siga: sea su imagen trocada por el furor maligno.
De ningún modo podrá ese exorcismo cumplir si abandona su gloriosa esencia.
No caerán las visiones como secreta retribución que llamean en su imagen. Él lo sabe y aguarda tranquilo.
A ratos busco algo más; la misma luz me hace creerme irrevelable, pero después retorna a la muerte entre los que a gritos la anuncian.
¿Acaso yo quiero abolir lo terrestre? ¿Despreciar ese límite que a veces toco y me deslumbra? ¿Arrancar de mi espalda los signos del sueño y cambiarlos por los del sueño?
Nada conjuro sin tentación, nada conjuro para en mis adentros alcanzar lo inefable.
Igual a mí mismo lleno de fugaces poderes e irreparables pérdidas.
Hay algo además de un secreto temor que informa mis sentidos; barcas llenas de ojos que son los del ser, angélicos y feroces, luego brillan.
¿Ahí no es donde estoy y me descubro con cólera y fría reserva?
Soy yo el que se predice entre los lobos.
Cada ángel pierdo en un sollozo: en su costado agítanse carbones y nada retiro de su justo lugar.
Yo me muevo con signos: aprendo a tomar del sueño lo necesario. Así me bato entre los estériles hijos de la tierra.
Aparece oh madero de luz y condéname, aparece precedido por jaurías de lobos que ahí llegan y en tus alturas me estremecen.
Aparece arrebato en mí y cíñeme, tu corona destrocen mis pies dulce y solitaria.
Tú te desprendes de mis bienes, luego soy yo el desheredado.
Oh, cúbreme de horas para en ti sobrevivir. Mi lengua llena de sangre y mi espalda de orgulloso brillo.
¿Qué visión recóndita me nombra a ciegas?
Hacia esa total amplitud ensálzame y adentro de mí en tu luz prefiéreme al que te desolla.
Bebe lo que arde en mis sellos según la hondura del tiempo.
Hago brotar lo sagrado apenas estalla en mi memoria revestido de admirable sentido.
Cógeme en tu aceite, tu luminoso aceite arrancado a la entrada de los peces.
Mas, ¿qué inmortal ráfaga terrestre me transfigura a su sola posesión?
Vivo entre los criados de mi casa y oigo sus sollozos mientras descubro el misterio: vigilan a la puerta acompañados de blancas liebres y armas de caza.
Abro en señas el cuerpo, el sagrado cuerpo colérico, abro los lobos y exclamo: «¡Levántate la liberación del durmiente es llegada!»
Restituidos son a su origen los primordiales misterios del ser cuya frente entrega a las águilas de una calle nocturna.
¡Oh, blanco cuerpo saciado de alas, las lámparas volcad una a una!
A nadie muestro la suprema escritura del pacto, a nadie detengo para ello; la marca invisible hará que retrocedáis, pero al fin la tocaréis con vuestra hacha.
Mi corcel mojo en la lengua de los ancianos parecida a lúcidos testimonios de promisión, recibo la heredad endurecida de la muerte y su ceniza retengo.
Llenadme de su sentido como de una llave, pues nada poseo y cae mi alma para adorarte entre los ángeles.
De la muerte soy: ved en mí al enemigo que se ensancha, al iniciado por los brujos.
Así me cubro de desvelados confines aparecidos, desahogados animales me siguen y yo abro los molinos a los bandoleros de agua de invierno.
Quiero caer, extendido estoy, pero necesito resplandor.
Oráculos fríos del hombre despertadme entre lo que yo otorgo.
Ofrecedme el profundo designio que a viva fuerza reclamo.
Pero del tiempo nazco acaso en segunda forma.                                                           
Ocaso de altivas resonancias en mí te reproduces.
Mas sólo la sombra del ámbar de tus brazos es la que forma una copa sobre el cielo, pero esa copa yace quebrada: animales en cuya frente yo veía el jade, bebían en ella; reyes y leprosos lloran al pie de sus ruinas y la copa se rehace para volver a perderse.
Aparición de profundos conjuros hechízame si a tu cetro me condenas.
Para ti descubro ¡ay!, no imito el mundo inmolado, lo insondable, lo cruel.
Otorgado a mi sangriento linaje el sueño obra tu rostro he de poner contra el día en secreta obstinación.



II

Somos llagas de carnicería divina y masacre.
Viejos principios mueven la luz y nos tocan el cuerpo y luego vuelven a teñirse de engendros del mal cuando en mí su melancólica proclama ondea la tierra.
Descúbrase el gemelo natal de mi vida: éste es el fuego.
Toma de ti el celo que incumbe al durmiente deposita tus bienes como arrebatados cinturones.
Así son contados los pasos del hombre y los oímos aunque sellen sus designios.
Oh, dioses que habéis hecho mis desgracia, desterrad de mis labios el misterio que los cierra.
Desnudo bajo la tempestad encarno su imagen. Soy el fiel intérprete cuyo canto horada las rocas.
Sobre mi mano, a esta hora que ella rasga las arpas de la tiniebla, leed, leed la clave de la horda.
Mis sellos se demudan: corceles rojos cantan en el fuego y sus jinetes se alzan, pero desprovistos de hábitos de seguridad el holocausto invisible agita sus reyes.
Promisor es el vino que mancha los labios de la bella: la oigo cantar entre los muertos preñada de rosas.
Hija de la cólera; sus vestiduras son vendidas a los gitanos, pero su amor no tiene precio.
Untas tu cuerpo con anémonas de calor y orquídeas benignas. Mas ¡ay! El barquero mortal sube ya las aguas de la Estigia.
El misterio temporal te revela sus signos; mi ojo arrastro ahí para devorarte sin lengua.
¿Qué soy yo sin que me sustenten los enigmas cuya posesión pretendo sin cesar?
Miro con ese ojo único: tu cabellera persigo sobre el cielo y alguien espera su señal.
Dotado de enigmas vengo, oigo el eco del océano, a nada temo.
Vuelvo la cabeza a la alquimia maldita y espero la consumación de mis antiguos y postreros designios.
¿Dónde ilumináis la heroína de la muerte?
Soy traslúcido a esa vigilia en lo irreal.
Todo vuelve al mudo e invisible sino y allí la bestia natal destruye su corazón al roce de los soles sumergidos.
Sudamos geología criminal y miseria dorada: niñas asesinadas cantan entre nuestros párpados.
Nadie puede trocar el conjuro y sólo le es dado asistir al desvelo de su propia resurrección en la muerte, que al fin luminosa e inocente, ellos encarnan.
Yo canto lo terrible; lo terrible es más bello que lo diáfano oh ciega memoria temporal de lo que somos: efímeras llagas nocturnas de carnicería divina y masacre.
La bestia y el ángel luchan en mí hasta destrozarse en lujuriosos soles.
Yo ataco con locura los cuerpos que adoro y aprisiono entre mis besos a la joven matinal cuya aparición entre las barcas es mi súbita recompensa y mi deuda.
Pero bebed, ¡bebed! Un vaso de vuestra propia y maligna sangre y habréis sellado el gran pacto.
Mi corazón tatuado por panteras y buitres sucumbe bajo las garras del dios ebrio.
Cuatro mancebos vestidos de negro interrumpen el festín y levantan la cabeza de la bella inmolada a la altura del rey de los pájaros como para señalar al culpable entre la horda divina.
Espuma y sal hay entre tus labios, oh tú qué haces tú participación en mis sueños y danzas hasta imitar la perfección de tu propio artificio de muerte en cuyo espejo todo es posible.
Ven, mi graciosa ondina, cierra tu cuaderno de sabiduría y allí juguemos, ese círculo que ondea los molinos nunca termina.
Habito un litoral de corales donde enseñas diurnas oponen su esplendor a mi avance.
El viento de las jarcias juega en el rostro del extranjero. Extranjero de todos los mundos ¿qué buscas a mi puerta? ¿Por qué interrumpes al ausente? ¿O la hora del té de los pálidos vagabundos?
Creedme, ¡ay!, un ángel muerde las raíces minerales del viento y sus pies doran las aguas mientras una leche azul brota de sus dedos heridos por las arpas del alba.
Sus extremos lúcidos arraigan en mí, y, cazador del más allá, yo interpreto la densidad de sus consignas.



III

Ser el hereje que se levanta a símbolos
Yo he amado a quienes descubrían su crimen en sueños.
Que surja el dios de sienes selladas por el espanto, pero amadlo cuando haya reído.
Todo dios es impuro, más su impureza es divina; en el estiércol recogeré su testimonio para transmitírselo a los hombres.
¿Qué puedes decir, Esfinge, mi Esfinge, ¡oh! mi Esfinge sino repetirme el “Adivina o te devoro”?
Dispongo mi espada a los adolescentes, silbante instrumento que me das tu resplandor, a pesar de la estrella de fuego que baila a mis pies como una doncella untada de vino para luego fosforecer.
En seguida ella es arrastrada hacia los molinos silenciosos donde ruedas doradas la encadenan y de noche llama a su padre: ahí acude un viejo leñador que la trata a latigazos.
Por eso los deudos vienen cuando su espuela dotada de alas cruza los bosques y nadie cree.
Nadie puede trocar ese resplandor, que no es el postrero para no perecer.
Pensad que acaso la última esperanza del hombre sea su sola perdición.
¡Héroes míos, orad por el que llora sobre vuestras tumbas!
Espectros, ruinas mías para vosotras surjo de todas las raíces, con la boca babeante y profética, entre mis secretos corceles, con el rostro estrellado, lacerándome, con mi corazón estallando en los profundos icebergs donde sin escafandra me sumerjo.
Extremos muros de coreografía sanguinaria y ornamentación sacramental me circundan.
Os conjuro párpados del vidente: Oíd el cántico maldito y solemne como un ritual de pastores al vino de las maderas rojas que centellean bajo la pezuña de la bestia inmolada en mi frente por extraños guardabosques.
Decidme si este acto de amor a la creencia antropofágica no hará más bella vuestra auto-idolatría en la pureza del ser que habéis arrancado a las tinieblas, el cual no siente por vosotros más que aversión, pero al que habéis embrujado para siempre con vuestra adoración y vuestro odio.
Mercaderías de espanto y tortura circulan entre mis huesos cuando el rey de las tinieblas asesina la aurora.
Para algunos la noche es un impenetrable sortilegio, pero tú no temas sus conjuros que nada podrán contra ti porque forman parte de ti mismo.
Bailas sobre las arenas sangrientas, magnífica mujer corroída de lo sublime como de la muerte, en una alianza, en un súbito resplandor, en un profundo hálito nunca desmentido.
El misterio nos envuelve, pero al fin cae y dulcemente cede en nosotros el tiempo donde nos arrastran sus propias corrientes para alcanzarlo a obscuras, recuperar al ser y luego llorar.
Sin embargo, no osamos conjurarle. Porque entonces algo hemos perdido en las tinieblas.
Ah, pequeña prófuga de inconsolable cabellera de oro, volcada sobre tu rumor te pareces a mí, desde donde te ocultas a los ángeles, cautiva de los helechos que miran hacia arriba.
Te agito contra mi rostro en llaves tallada las que luego caen al mar; por tus alas de fuego puedo alzarte a su altura.
El hombre ordena las visiones que mezcla a su sueño y ellas le precipitan entre las que elige. Desde allí vuelve la espalda al dulce testigo del mediodía juramentado. Entonces se abraza a un madero que hunde bajo la tierra hasta hacer detener sus propios pasos y cargarse de enigmas que estallan en el bronce.
Parecida a lúcidos testimonios de promisión cambias al tiempo su centella: El te envuelve y arrebata tu única encarnación y te desnuda como a una visión proscrita ante los espejos donde yo soy el visionario.
Te han arrojado entre los desterrados como un dios sin virtud; tu canto avanza hacia el mundo al brotar de los hermosos carbones que te deslumbran a diario.
Tus látigos dejas caer sobre el poseedor de tus entrañas.
Oh, deslumbramiento ardiendo estás y nadie lo sabe.
Llevo grabado en mis manos a un niño que no sonríe, que se penetra en oráculos: me espera vestido de luto ante las puertas que jamás se abren.
Vuelvan a colmarle los cantos; rodeado está de cuanto hálito encantado fortifica con júbilo.
Yo quise levantar a alabanzas el primer mundo y a menudo probaba el pan matinal entre abejas y largos sollozos.
Yo vivía para descubrirme en los misterios; en sueños ascendí y aventajaba en sabiduría a mis hermanos, pero yo temblé y dulcemente fui postrado.
Aprisiono sobre la colina un gallo azul de corales y alas terrestres y mis uñas clavo en su corazón hasta sofocarlo.
Oh, impuros, la confesión fantasmal ha hollado mi canto.
Surjo de las tinieblas con mis garras hundidas en los tres vientres de la diosa.
Un gusano corroe las vísceras de la bestia sagrada a la que honráis con cantos y vinos de sepulcro y danzas de vírgenes desnudas.
Oigo las cerrajerías divinas y los carros dorados: el sol danza en su frente como un dios negro al claro de los bosques prometidos.
Visión, te formas de esas ruinas, que cantan en mi rostro la virtud de este himno.
Pero el mar, el bello mar no entorpece más mi marchar que tú, ¡oh, sol!, en perpetua adoración de ti mismo.
Libre desertor de la luz, rey de las tinieblas, soberano del imperio de las sombras, yo soy quién te saluda desde hace mil siglos.
Cargado de promesas y frescos nacimientos para siempre brotas de lujuriosas cenizas y tu efímera melodía de peces y corales que se unen desciende sobre el mundo.
Veo una calle de desolación y de misterio donde las mujeres desaparecen convertidas en plantas fosfóricas, toman mi cabellera y la depositan entre blancos carbones.
¿Por qué me derribáis, oh resplandores?
A la ondina me entrego y las llamas de su vaso de oro contra el rostro de los mendigos agito.
¡Ay!, un hombre anuncia en la plaza pública lo sublime.
No puedo seguir, hay revelaciones que algo me iluminan, mas yo troco la esperanza en deshonra y todos tiemblan al ver mi nombre en la carta del acto mágico.
Los vagabundos contemplan una visión que va a morir, ¡envolvedla de hálitos!
Yo escribo los oráculos abandonados, el libro de los oráculos sagrados e impenetrables.
“¡Oídme!”, grité desde la colina del día gracioso, pero el mar me invade y nadie osa acercárseme.
Revelación de mi alma no te amo sólo por ti, sino por lo que brillas en el mundo; eres la hija de los desérticos reflejos que así te envuelven.
Soy yo el que invento la vida y esta virtud me pone feroz, pues realmente no estoy libre de malicia; a la vida me entrego como a una red obscura lo insalvable, porque estoy lleno de lo que no muere.
Mi vieja casta sagrada arrastro a sus corrientes, y si armada de destellos me cubre, he de levantarla sobre mi cabeza como un trofeo de tormenta.
Pero todos los confines se alejan al fin de mí.
Invoco el fuego y él atraviesa los bosques con el brillo de una fresca materia de blancos poderes.
Y ahora, ¿cómo nombrarte? ¿Cómo adorarte entre los ángeles hasta el día que viene? ¿Qué seremos, qué sabremos de nosotros mismos en la última cima?
Estaré en sueños encantados para alcanzar la sabiduría, rodeado de cosas que acaso tú no ames.
Aléjame de los incendiarios, circúndame en las plazas.
Mis ojos ruedan sobre tu cabellera: ahí inmóviles adolescentes levantan hogueras y esperan la marea de la muerte.
Las bestias rituales se acercan entre las que a mí te ciñen y me hacen adorar tu sexo como un fruto maligno.
Asido a tus raíces, madrugando, extraigo lo terrestre, el aceite de los bandoleros.
Abro mi insólita llave a los desheredados, que mojan su cuerpo en la humedad de las bodegas y se llenan de alas rojas, alimentándose de pan lívido.
Hay sellos herméticos al fondo de mi alma.
Alguien vuelve la cabeza como un postrer saludo a los hechizados.
Vedme conjurar el viento de granito para mi júbilo dorado.
Yo conjuro el día que viene y sus blancos animales despertándose al fin de la selva donde los ídolos cantan contra mí.
¡Ah, hábito ciego, cómo ensalzarte! ¡En ti me envuelvo y tu resplandor sobre el mundo me corona!
En todos los confines he muerto por un dios.
Oh, certidumbre, levantad mis vivos orígenes.
Oíd el himno del hombre y el testimonio sagrado de sus bestias sobre el mundo que se le revela por el fuego.
Cantad, cantad con júbilo el himno al retorno perdido; allí la imagen real de vosotros mismos os aguarda para recorrer bajo vuestras vestiduras la colina de la noche.
Un hondo desvelo de infinitas latitudes me penetra y me divide, porque estamos hechos de muerte y somos muerte.
Yo predico la justicia del crimen, la necesidad de la guerra: hundid vuestro puñal en el corazón del que os abraza y habréis pagado con amor un acto de odio.
Yo sueño la edad dorada en que el odio determinó los actos mágicos de los animales del himno del hombre con los cuales vivirá en perfecta comunión.
Oíd el himno de triunfo del hombre y su imagen sobre sí mismo volviéndose.
El dios impuro desato de mi boca y sólo me es dado conjurar lo invisible.
¿Hay otros mundos más allá de los sueños? Nada sabes fuera de lo que te han enseñado los sueños.
¿Puedo creer en ti, felicidad perversa?
Me escucho, me evaporo, pero me reconozco en ese espectro de fuego que mira a través de mi ventana.
Más el mundo invisible no será a vosotros visible hasta que yo lo quiera.
Si gozas con tu miseria, si ríes de tu caída, toma el fusil y llama a tus negros lebreles.
Vigía de las costas de una bella eternidad, ángel sometido a tu propio demonio, si afuera de ti mismo nadie te aguarda ¿qué esperas todavía?
Lo sabes todo, lo has probado todo, pero menos la dicha.
Dicha, extraña palabra, ¿qué fantasmas te escriben?
Evasión de la dicha ¿no eres la evasión del pequeño mundo de las risas compradas?
El hombre necesita un dios para su debilidad, un dios para su amor.
Pero yo busco un dios para mi crimen, un dios para mi herejía idolátrica.
Somos llagas de carnicería divina y masacre.




Carlos de Rokha- Chile



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Carlos de Rokha


Carlos Díaz Anabalón, más conocido como Carlos de Rokha (n. Santiago, Chile, 17 de octubre de 1920 - d. Santiago, Chile, 29 de septiembre de 1962), poeta chileno, integrante de la generación literaria de 1938.
Carlos de Rokha fue el integrante más joven del grupo Mandrágora, fundado en 1938 por los poetas Teófilo Cid, Enrique Gómez Correa y Braulio Arenas.

Carlos de Rokha nació en la ciudad de Santiago de Chile, el 17 de octubre de 1920, con el nombre de Carlos Díaz Anabalón. Fue hijo de Pablo de Rokha y Winétt de Rokha, y miembro de una familia de reconocidos artistas en Chile, entre ellos sus propios padres, y sus hermanos Lukó, José, Pablo, y Laura, entre otros.
Seguidor de Arthur Rimbaud,1 es catalogado dentro de la Generación Literaria de 1938, pese a la brecha etaria, temática y estilística.
A lo largo de su vida sufrió de esquizofrenia,2 por lo que en más de una ocasión fue internado en el Hospital Siquiátrico.
En 1961 su obra Memorial y llaves fue galardonada con el Premio de los Juegos Municipales Gabriela Mistral de la Municipalidad de Santiago. En 1962 su obra Pavana del gallo y el arlequín logró el mismo galardón.
Carlos de Rokha falleció el 29 de septiembre de 1962, a la edad de 42 años, por una sobredosis de fármacos. La razón de muerte es debatida entre una ingesta accidental o un suicidio.3
Su muerte afecto profundamente a su padre, Pablo de Rokha, quien nunca pudo recuperarse de la muerte de su hijo. En Carta perdida a Carlos de Rokha4 escribió: «el sello del genio de Winétt te persiguió, como una gran águila de fuego, desde la cuna a la tumba, pero no te influyó, porque no te influyó nadie, encima del mundo./Perdóname el haberte dado la vida».
Mahfúd Massís (esposo de Lukó de Rokha, hermana del poeta) se refirió a su muerte de la siguiente forma: «Carlos fue el ángel sediento, desinteresado, atormentado, que cumplía una sola función en el mundo, una sola función, y ninguna otra, una función principal, impuesta por el destino de su organización psíquica, y hasta física, pues todos sus rasgos acusaban al poeta sin redención posible. Era, así, el poeta irremediable, el poeta sin salvación, condenado desde la partida. Terrible, triste, envidiable destino». También Enrique Lihn le dedicó una elegía llamada Elegía a Carlos de Rokha, en su libro editado en 1963, La pieza oscura.
En 1964 se publicó su primera obra póstuma: Memorial y llaves. Luego, en 1967 se publicó su segunda obra póstuma, titulada Pavana del gallo y el arlequín.
En 2004, Patricia Tagle, sobrina de Carlos de Rokha, recibió $ 9.000.000 de parte del Fondo Nacional del Libro para la publicación de los poemas inéditos compilados en cerca de diez cuadernos que poseía el poeta.


Obras

La obra de Carlos de Rokha se encuentra recolectada en sólo cuatro publicaciones.
Cántico profético al Primer Mundo, 1944.
El orden visible, 1956.
Memorial y llaves, 1964.
Pavana del gallo y el arlequín, 1967 (segunda edición, 2002).
Enrique Lihn se refiere a la escasa difusión de la obra de Carlos con las siguientes palabras: «La poesía de Carlos de Rokha es de las que saldrían gananciosas si se historiara, verdaderamente, el total de nuestra literatura. Con caracteres propios e inconfundibles la obra de de Rokha registró todas las inquietudes expresivo-formales que han coadyuvado al desarrollo de una pequeña pero brillante tradición literaria».











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